San Juan Diego Cuauhtlatoatzin (1474–1548) es uno de los personajes más queridos del continente americano. Un hombre humilde, indígena chichimeca, trabajador del campo, profundamente respetuoso de su cultura y, más tarde, devoto cristiano.
Su vida cambió para siempre en diciembre de 1531, cuando la Santísima Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, se le apareció en el cerro del Tepeyac. Él, que se consideraba “un hombre pequeño”, fue elegido para llevar un mensaje capaz de transformar la historia espiritual de América.
La Virgen le habló en su lengua, lo llamó por su nombre indígena, “Juanito, Juan Dieguito”, y lo envió ante el obispo con una misión: construir un templo desde donde Ella pudiera mostrar su amor y consuelo para todos sus hijos.
Después de varios encuentros, del milagro de las rosas en invierno y de la maravillosa imagen plasmada en su tilma, el mensaje fue aceptado. Desde entonces, la Virgen de Guadalupe se convirtió en la Madre cercana del pueblo, y Juan Diego en su fiel mensajero.
Tras las apariciones, Juan Diego dedicó su vida a la oración, la penitencia y el servicio en la pequeña ermita construida en honor a la Virgen. Murió rodeado de profunda santidad y fue canonizado por San Juan Pablo II en 2002.
Su historia nos recuerda que Dios se fija en los humildes, y que la Virgen María escoge corazones sencillos para llevar la luz del Evangelio al mundo.
San Juan Diego,
hombre sencillo, fiel y obediente,
enséñanos a escuchar la voz de Dios en lo pequeño,
a caminar con confianza bajo el manto de la Virgen
y a vivir una fe humilde, alegre y verdadera.
